miércoles, 20 de octubre de 2010

La reina que nunca se peina.
















Se peinaba. Una reina casi enterrada. Apartada de la realidad. Que vivía entre su vestidor de amplios pares de zapatos de tacón. De charol. De ropajes caros y pinta uñas a conjunto. Pero sola, estaba. Por la ventana miraba, y miraba, pero no veía. Unas escaleras hacia el cielo. Eso es lo que necesitaba. Una reina que no conocía sus tierras. Que no se imaginaba más allá de tabiques reales. De músicas medievales, de juglares que con un tono cómico y consentido le hacían mella y burla en la corte. “nuestra reina no tiene sangre, tiene hilos de oro”


Se cansó, de no saber qué. De esperar noticias extramuros de su real cortijo de persona poderosa de su triste e iluminada casa (digo yo). Dónde acaba y empieza el asunto. No lo sé. Preguntas. Y ganas de resolver. Saltó. Como pocas han hecho. Desafiando su trajín común. Se manchó su vestido, se enturbio el pelo, se partió las uñas. Y ando. Tanto que llegó a una especie de feria. De fiesta. Sin límites. De notas contra el arte de su palacio. De instrumentos no consentidos, de melodías perversas que rompían con la quietud. Y le desafió, le indujo a soltar los tobillos, lentamente. Los esclavos danzaban en la oscuridad, locos, irreconocibles. Dejando las imposturas y las perchas. Ellos bebían, sin degustar y apurando. Brincaban como forasteros, se movían como animales salvajes, sentían el consuelo de la demencia. El éxtasis frenético de risas, saliva de boca a boca, de faldas arremangadas y escotes disueltos. De pensamientos impuros y de sabores de cama. De paladar grueso y vicio que pica..


Se rompió, y ladró del escalofrío. Se dejo ir, perdió su virginal cara de virgen. Se descompuso. Soltó su melena, de un tirón su vestidito de dama se convirtió en un traje de puta . Se sintió dueña de sí. Nunca más. Siempre así. Cambio el miedo por el desenfreno. Subió a lo más alto y quemó las botellas. Perdió la cabeza. Se balanceaba al son de un doble repique sin ceso. Escuchó los graves dentro de su cabeza, los colores existían aunque no hubiese luz. Conoció los placeres del alma, sentirse poderosa de su persona. Lanzó la dignidad humana de corte por los descosidos. Cortesana descortés. Se tocó, vibró con su propio ser. Y llego a lo más alto de la escalera del cielo. Borró la idea del peine. Sólo gritos del órgano del orgasmo. Del dolor de cabeza tras el sentido de velocidad y peligro. Ella, no era una mujer de cristal.


Y se rajó.

Y salió.

Su puta sangre.


La reina. Nunca. Se peina.

La reina sólo vive para Satán.

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