domingo, 16 de enero de 2011

Mi primera vez.


Mi primera vez fue una mierda. Le pregunté a mi prima que qué se hacia con el humo. La de pueblo parecía yo. Te lo tragas. Tosí tosí y me mareé. Estábamos cagadas en un callejón sin luz en los corrales del pueblo. Tendríamos unos 13 años. 13 y medio si me apuras. El miedo me decía Hola por mensaje privado, cada vez que de reojo veía la marca “Camel” me temblaban las chichas de las piernas. Cogía el cigarro con pánico. Miraba derecha, izquierda, derecha, incluso al cielo. Me imaginaba a mi madre con la escoba de bruja, a mi abuela con la zapatilla talla 38 y a mi padre con la piedra de calentar la cama.

Fumábamos porque éramos unas rebels. Hacerme la mayor nunca me ha interesado, al contrario. Parecer más ancha de mente y cultivada es una soberana mierda. Las niñatadas son más perrerías propias, siempre sujetas a “le falta madurar” y con el justificante falso (cuantas firmas de mi madre!) vas tirando millas. Rebeldes. Mientras la juventud de mi pueblo campeaba a sus anchas por Cuevas del Becerro, la primi y yo teníamos horario de recogida e itinerario no saltable. Llegaba a mi hora y por el caminito de Hansel y Gretel. Pero eso sí! Harta de fumar y mareadita. Inflada a colonia (antes de entrar) y chicles de menta. A veces, aún, me sabe el tabaqueo a Bobalú.

Nueve años más tarde me veo casada con él. Fiel le soy, y no tengo intención del divorcio. Es el único marido que aguanto en la cama. O por lo menos, el de antes de dormir me lo echo. El tabaco es el acompañante de café y de escritura. La escusa del mechero para ligar y entablar conversación. Y el mechero, que lo llevamos para el Camel, sirve para quemar el lápiz de ojos, quemarte hilos de la ropa y dar luz para encontrar el tabaco en el bolso.

Todo está enreliao.

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