domingo, 9 de enero de 2011

Tocar la reunión


Tengo un colega en el pueblo, un buen zagal. De esos que molan aunque no hable. Y si habla más te ríes. La gracia le sale como a las mujeres granos dos días antes de la regla, SEGURO. Que crea escuela, que mola estarse calladita (y mira que me cuest) para absorber y empaparse de lo que charla, vale la pena pagarse un buen birreo con él, aunque los números coloraos apreten en cartilla.

El colega, obsesionado por el tema rupestre de montaña y cuerda, aficionado a subir montañas medio jugándose el pellejo, un profesioná, se entremete en sus píes de gatos, bolsas de magnesios, arnés y mosquetones y allá que va a la cima en un pestañeo. No entendía yo, cómo iba eso de las cuerdas y el hombre que aguanta abajo. El que sube, sube. Pero el de abajo, ¿está por si se cae el otro llamar a la ambulancia? Y una, que es dada a las preguntas, me presencié en el acto para fotografías del recuerdo y solventar dudas.

Estos hombres de pueblo, taciturnos como ellos solos, creí que por morbo y guasa para ver cómo me aprieta el arnés en las entrepiernas me calentaron el pensamiento para que probara spidermandear en las piedras. Y yo, que del miedo soy, pero peor me sabe arrepentirme de lo no hecho, me lancé al cambio de bambas y al amarre por mi seguridad.

Escalar, o algo parecido que hice (no quiero ofender a nadie) mola. Tanto, que si viviese pegadita a esa montaña mucho iría por los lares. Es un momento de espada y pared. Subir, fuerza y arriba tu cuerpo serrano es un callejón sin salida, y más si no haces deporte desde la cursnavet de bachillerato. Pero si para abajo miras, entra en el estómago un costiquelleo y en la cabeza cómo repartir la herencia.

Digamos, que es el único momento de paz que he tenido desde que hice la santa comunión. Y lo recomiendo a fuego lento.

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