viernes, 1 de julio de 2011

Un señor de Tomelloso.




Tiene Antonio López una mirada centelleante que me llevó al Thyssen a primera hora del primer día de su exposición. La portada de El Cultural sentencia “Antonio López, por fin”, y sí, por fin se pueden ver sus verdaderas sorpresas en lienzo. Tenemos unos Picassos y unos Dalís que dejan paso a la imaginación, que ella cocine y extraiga sus jugos. Que la pintura en las vanguardias debe apostar por valores añadidos y no dados, porque la representación de la realidad tal cual, del instante de un pestañazo de ojo es un segundo de apretar botón en la cámara. Una imaginación que en los pinceles de Antonio López se transforma en una obsesión por hacer fotografías de la realidad. La luz, la forma, el color, las dimensiones y la distancia son competencia del invento de Niépce.

Lleva quince años poniéndose sus gafas y juntando colores para el cuadro de La Familia Real, y para cualquiera de los colgados en el Thyssen otro tanto de números y temporadas se llevan. La perfección se alcanza con la madurez de las obras, es por eso que empieza muchas, y muchas quedan aparcadas, relegadas a años próximos, a mismos meses y misma luz. Hemos tenido que esperar mucho para ver salas que acojan su mirada y trazos, él mismo dice que tiempo es lo que necesitaba para presentar de nuevo trocitos de realidades. El año pasado preparó su paleta y caballete para un agosto en Sol, y este año, y supongo que otros muchos también, continuará su trabajo en la plaza estrella de Madrid. Tiene una serie de retratos de la Gran Vía que congestionan por los pequeñitos detalles, esos mismos que hacen que sea uno de los más grandes.

Madrid desde las Torres Blancas ha sido la obra más cara vendida de un pintor español vivo, pero si el valor del arte es la espectacularidad o quizá lo sublime que decía Kant, no existen monedas para pagar sus ratitos de concentración y pinzel.


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