Podría quedarme en la cama de mi cuartito alquilado, cuartito
que nunca será mío en propiedad, y hartarme a ver los programas destruye
personas de Emma García. Podría pasarme horas delante del espejo poniéndome
como Sofi Oksanen, o llamando tres veces
a Verónica a ver si por fin me sale Satán y me enseña la diferencia entre el
infierno y España. Podría meterme (como lumpen)
para que mi corazón vaya a la misma velocidad que nuestra sociedad se va a la
mierda, o haciendo uso de lo legal, y
bebiendo ron hasta perder el norte, si aún existe alguna dirección que no sea a la que
llegan las cartas de despido. Ver la tele, arreglarme y salir de fiesta,
drogarme y evadirme. Ser una zombi y estar en la inopia, pero eso, amigos, no es vivir.
TODO. Podría hacerlo
todo. PERO NO.
A mí el cuerpo me pide gritos y quejas. Me pide movilizarme,
sentirme parte del verdadero pueblo. Me pide intercambiar opiniones políticas
en las ágoras públicas que se están convirtiendo las manifestaciones. Me pide indignarme y reafirmar día a día que
las calles no están hechas para pasear y comprar solamente, también para expresarse. Para conversar, para ser
CIUDADANOS y no solo consumidores. Los protagonistas de las plazas, las avenidas, las calles son las
tiendas. Y desde hace un año, parece que
empiezan a ser las personas. Yo me
pregunto, y berreo, y salgo, por los que no tienen zapatos para andar las
calles, ni monederos para guardar la calderilla que sobra al comprarlos. Y
porque hay muchos que estamos rozando el abismo. Para que quinientos no tengan chanclas, uno, tiene DOSCIENTOS tacones. Y vamos a más. Cada día algunos somos más
pobres, y otros, sin honor (porque son ratas) con un colchón más gordo.
A mí la vida me pide vivir. Y defender la vida.
Sentir y
actuar como personas.
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